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Actualidad

Publicado por Citerior Diciembre 14, 2020

Solsticio de Verano y la Luna

Juan Carlos Fuentes Castro

De niño me era difícil entender cómo sería esa línea imaginaria alrededor de la cual la Tierra, decían, giraba inclinada. Me imaginaba ¿cómo sería un eje hecho de niebla, una barra de hielo, un tronco de caoba, la lanza de Don Quijote, el Amazonas puesto de pie, la picana del carretero o el báculo del Papa? Y ¿cómo sería esa tierra redonda que giraba alrededor de ese eje imaginado? ¿Sería también una tierra imaginada, una enorme selva de cemento con niños y padres presurosos viajando por túneles en busca de la subsistencia, y de empaparse de un saber incomprensible para dar respuesta al momento histórico de una sociedad industrializada, o bien otra selva, la de nuestro Hermano Kippling, llena de fieras salvajes con un Mowgli perdido en la espesura, salpicada de ríos en celo y cataratas suicidas, un paraíso soñado, una enorme naranja olorosa e iluminada? ¿Habría lugar para bibliotecas llenas de signos, libros repletos de claves, exámenes cargados de soluciones? ¿A qué lado se hallarían el Bien y el Mal?

Todos sabemos que los solsticios son los puntos extremos que alcanza el Sol en su movimiento anual relativo a la Tierra, determinados por la inclinación de su eje (actualmente de 23,45º), en dos instantes precisos, separados aproximadamente por seis meses.

Una inclinación mayor en el eje de unos pocos grados traería como consecuencia, una extremalización de las condiciones climáticas en el verano – vaporización extrema – y durante el invierno, pequeñas glaciaciones. Consecuentemente, una inclinación menor tendería a equilibrar climáticamente las estaciones. Si el eje no estuviera inclinado, no existiría una diferenciación de ellas, y nuestra vida transcurriría en una eterna primavera (u otoño), sin matices, plana, y sin solsticios.

¿Por qué el citado eje está inclinado, entregándonos esta maravillosa diversidad de climas, diferente por latitudes y también cambiante durante el año, variando consecuente y ligeramente la estratificación latitudinal de los diversos pueblos y culturas?. ¿Por qué se mantiene esa inclinación, apenas variable entre 21,5º y 24,5º en un ciclo de 41.000 años, y no es variable en una amplitud más grande como la de Marte, en que la variación está entre 0º y 90º, que como consecuencia se traduce en un clima caótico en el lapso de unos pocos millones de años?

La respuesta a esta interrogante la encontramos justamente en la Luna. Sí, en la Luna.

Una teoría reciente indica que una Luna primitiva, más cerca de la actual Tierra, se formó por un oblicuo y colosal choque de un cuerpo muy masivo – semejante a Marte, denominado Orfeo – con nuestro planeta, en un escenario y tiempo tardíos de su formación. Me saltaré la teoría, conservando sólo algunos hechos y consecuencias. El rol que juega la Luna desde su formación es importantísimo, no sólo para la aparición de la vida y algunos aspectos físicos como las mareas, sino para la habitabilidad de la Tierra. En efecto, la Luna produce un efecto estabilizador en la inclinación del eje, inclinación nacida producto de su formación.

Otro hecho perturbador es que la Luna actualmente se está alejando en su órbita alrededor nuestro a razón de 38 (mm) por año debido a la transferencia y disipación de energía provocada por las mareas. La Tierra pierde energía rotacional, hasta que su periodo se iguale al período orbital de la Luna. La Tierra ,entonces, tendrá siempre la misma cara hacia la Luna, de la misma forma en que la Luna ahora muestra siempre la misma cara hacia la Tierra. Después de eso el sistema perderá energía lentamente, de forma que la Luna se acercará a la Tierra nuevamente. Este alejamiento, por supuesto, incide directamente en la estabilidad de la inclinación del eje mencionado, con lo cual se tendería en un futuro, lejano eso sí, a la ocurrencia de cambios climáticos como los expresados precedentemente.

En resumen, estamos regidos astronómicamente y culturalmente por el Sol y la Luna: mareas, estaciones, energía, solsticios, por nombrar algunos. El primero en un rol activo, productor de vida, masculino. La segunda, en un papel femenino, pasivo y regulador de la vida.

En una perspectiva histórica, lo anterior no es nuevo; basta introducirnos en la rica cultura de los pueblos originarios, con sus mitos y consecuentes ritos, donde los astros mencionados tienen una importancia trascendental, aún en nuestros días.

Para Mircea Eliade, el mito “es un modelo ejemplar de todas las actividades humanas significativas y es una experiencia de lo sagrado”. Sin duda es un tipo especial de narrativa, que cuenta el inicio de algo ejemplar con eventos universales relevantes, con una orientación para realizar actividades concretas.

Esto se aprecia en la escritura nerudiana, donde siempre están en juego sistemas simbólicos de agrupaciones de estructuras míticas, como simbolismos espaciales, temporales, de búsqueda, acuáticos, vegetales y, principalmente, celestiales, solares y lunares.

Coexisten dos tipos de mitos principales en la poesía primera de Neruda, siendo primordial la problemática de la luz y la oscuridad en ella. Como ejemplos, trascribo un trozo del poema “himno al sol” (1919) y otro del poema Nº 8 (1924):

“Un divino sol potente y risueño doraba más los trigos
que se alzaban humildes sobre la buena tierra
que curvaba sus lomos al sol dueño y amigo
dando mares dorados al llano y a la sierra”


“Casi fuera del cielo ancla entre dos montañas
la mitad de la luna.
Girante, errante noche, la cavadora de ojos.
A ver cuántas estrellas trizadas en la charca.
Hace una cruz de luto entre mis cejas, huye.
Fragua de metales azules, noches de las calladas luchas,
mi corazón da vueltas como un volante loco”

Se presenta un ritmo fundamental en la coexistencia de lo luminoso de los mitos solares con lo oscuro de los mitos terrestres y lunares. La naturaleza es tomada como modelo del mundo representado, donde hay relaciones plurales y dinámicas en un proceso de transformación de índole cíclico, en que las materias y energías representadas forman un constante ritmo de generación y regeneración, presentado como una narración primigenia, originaria, en torno a la figura de la energía, el sol o la fertilidad concentrada en lo vegetal – cosa intermedia situada entre lo terrestre y lo aéreo – en un mundo agrario que asume la experiencia solar.

Todo esto tiene como modelo la alternancia del dormir y el estar en vigilia, persistiendo en el modelo nerudiano la diaria frustración del ego, la imposibilidad de realización en lo social, la provincia y la burocracia, el sin sentido de la vida urbana. Y esto acontece durante el día, en oposición al despertar nocturno de un yo titánico y de la expresión de una subjetividad poderosa.

En un mundo divino el proceso central es la muerte y el renacimiento, la reencarnación y alejamiento de un dios solar que muere de noche y nace al amanecer, o el de un dios de la vegetación que muere en el otoño para renacer en primavera. Resumiendo: éxito y declinación, esfuerzo y reposo, conjunto de movimientos cíclicos de los mitos solar, lunar y del amor.

Para finalizar, es pertinente señalar que los elementos primordiales de los mitos solares y lunares están o transversalizan muchos ritos. Los solsticios son una muestra de ello, pero hay mucho más.