
Los “idiotas” modernos
Baltazar Lennon González
Nos encontramos hoy en medio de un proceso político decisivo para nuestro país, un escenario en el cual diversos bloques y ciudadanos con ideas afines se preparan para elegir, primero, a sus candidatos presidenciales, y luego, el país entero, de manera definitiva, al próximo mandatario o mandataria de la nación.
Este ciclo electoral, de enorme trascendencia, implica un despliegue inédito de discursos, promesas y debates, pero también de desinformación, desafección y discursos apolíticos que, lejos de ser anecdóticos, pueden inclinar la balanza hacia un extremo u otro. Y en esto quiero ser reiterativo en cuanto a -de un extremo u otro-.
Sin embargo, junto al inicio de este nuevo periodo electoral surgen también, como un eco preocupante, una serie de voces que expresan indiferencia o desencanto: “A mí me da igual por quién votar”, “¿para qué perder el tiempo si igual voy a tener que seguir trabajando?”, “estoy desencantado”, “no me interesa la política” … Estas frases, repetidas en conversaciones cotidianas, en plazas y en redes sociales como WhatsApp, Instagram o TikTok, revelan una actitud que, de manera superficial, podría parecer inofensiva, pero que encierra un peligro real: la renuncia a la participación ciudadana.
En la Grecia antigua, la palabra ἰδιώτης (idiṓtēs) designaba precisamente al “ciudadano privado”, a aquel individuo que se mantenía al margen de los asuntos públicos y de la vida política de la polis. No se trataba de un término despectivo; más bien, describía a quien dedicaba sus esfuerzos exclusivamente a su esfera privada -su familia, sus bienes, su negocio- sin involucrarse ni aportar nada a la deliberación colectiva. La participación en la asamblea, el servicio militar, la ocupación de cargos públicos, e incluso la asistencia a los festivales cívicos, eran considerados deberes esenciales de todo ciudadano. El idiṓtēs, al desentenderse de estas responsabilidades, se distanciaba de la esencia misma de la vida comunal.
Platón, en sus diálogos, critica a aquellos que no cultivan la “virtud política” (πολιτική ἀρετή), pues un ciudadano que no se forma en el arte de gobernarse y gobernar a otros, carece de las herramientas intelectuales y morales para contribuir al bien común. Más adelante, Aristóteles definirá al idiṓtēs como “el que no puede o no quiere participar en el gobierno de la ciudad”, y lo contrapondrá al político ideal, el “polítēs”, quien se involucra activamente en la construcción de leyes justas y en el mantenimiento de la cohesión social.
En aquellos tiempos, sin medios de comunicación masiva, sin algoritmos que reforzaran prejuicios, sin audios virales ni “bots” que regaran el miedo, la irrelevancia del idiṓtēs no representaba un peligro transformador. Su marginación era pasiva y su capacidad de afectar el resultado de una elección o la formación de una mayoría legislativa, prácticamente nula. Los procesos democráticos se sustentaban en asambleas reducidas, donde la voz del activo, del indignado o del ilustrado se imponía sobre el mutismo de los que preferían el silencio.
Hoy, sin embargo, los “idiotas modernos” han adquirido un poder insospechado gracias a la tecnología y al fenómeno de las redes sociales. No se trata ya de simples espectadores de la vida pública, sino de actores que, aun sin profundizar en los contenidos, pueden viralizar noticias falsas, alimentar climas de odio, generar efectos dominó en la opinión pública y, con ello, determinar el curso de las elecciones. Se valen de miedos colectivos, de amparos falaces, de amenazas latentes y de la emocionalidad cruda para tomar decisiones políticas sin sustento informativo sólido.
Para ilustrar la magnitud de este fenómeno, basta revisar algunas cifras recientes del SERVEL, que dan cuenta que entre el año 2020 y 2024, el número promedio de personas que no votaron fue 5 millones y fracción, dando cuenta que existe un segmento significativo de la población decidido a permanecer al margen, ya sea por desconfianza, hastío o simple apatía.
Cifras todas que revelan un patrón: buena parte de la ciudadanía prefiere no involucrarse, no informarse a fondo, no confrontar el debate.
Este panorama no solo habla de un desinterés individual, sino de un desafío colectivo para nuestra democracia. Cuando personas que nunca profundizan en propuestas, que se dejan llevar por titulares sensacionalistas o por mensajes breves en redes, deciden el futuro de todos, la calidad del debate se empobrece y las decisiones pierden legitimidad. Con ello, se abre el espacio para gobiernos más débiles, polarizados y menos capaces de afrontar los grandes problemas nacionales: desigualdad, cambio climático, modernización del Estado, crisis de confianza institucional y, por cierto, los desafíos económicos que enfrenta Chile tras la reciente desaceleración y el alza de la inflación. Volvamos de nuevo a la esencia de la palabra griega idiṓtēs. Más allá de la “indiferencia” política, lo que en la Atenas clásica se consideraba un desdén por el interés público, hoy se traduce en desinformación y manipulación. El idiṓtēs moderno se caracteriza por no contrastar fuentes, por rechazar el análisis de datos y, a menudo, por creer ciegamente en consignas o fórmulas que prometen soluciones mágicas. Lejos está de ser un simple “ciudadano privado”: se ha convertido en motor de mentiras, agraviador de la verdad y, en el fondo, enemigo de la deliberación genuina. Porque, en definitiva, la grandeza de la democracia radica en la calidad de la participación. Si dejamos que la sombra de la desidia y la falta de rigor argumental se apodere de la ciudadanía, estaremos traicionando los principios fundantes de la República, que siempre han promovido la formación del individuo como agente de cambio. Porque, en definitiva, la grandeza de la democracia radica en la calidad de la participación. Si dejamos que la sombra de la desidia y la falta de rigor argumental se apodere de la ciudadanía, estaremos traicionando los principios fundantes de la República, que siempre han promovido la formación del individuo como agente de cambio.
Como en la Atenas de Pericles, hoy es hora de redescubrir la virtud política: no como mero ejercicio de retórica, sino como compromiso moral con el bien común. Solo así podremos llamar “idiotas” a quienes renuncian a su responsabilidad cívica y, al mismo tiempo, demostrar que no hay que temer al diálogo ni al contraste de ideas, porque está fundada en la certeza de que la luz de la razón triunfa sobre la penumbra de la ignorancia. Donde la luz disipa las tinieblas.
Que nunca se diga de nosotros, como se solía decir de los ἰδιώται de antaño, que huimos de la vida política. Al contrario: asumamos nuestro lugar en la arena pública, con la conciencia plena de que, en cada voto depositado con conocimiento y convicción, afianzamos las bases de una sociedad más justa, más informada y libre.