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Filosofía

Publicado por Citerior Octubre 1, 2023

El Laicismo de Umberto Eco en dos Citas.

Profesor Rogelio Rodríguez Muñoz, Editor

En un libro que causó cierto revuelo al momento de su publicación, ¿En qué creen los que no creen?,  Umberto Eco reflejó de manera nítida su pensamiento humanista y laico.  En las páginas de esta pequeña obra (la versión española tiene 185 páginas y se editó por primera vez en 1997) se condensó el diálogo epistolar entre este filósofo, semiólogo y escritor italiano y el cardenal Carlo María Martini –jesuita, profesor de teología y arzobispo de Milán– aparecido durante el año 1995 en varios números de la revista Liberal, sobre diversas cuestiones valóricas que atañen al hombre contemporáneo y, en especial, sobre la posibilidad de encontrar puntos éticos comunes entre el mundo católico y el mundo laico.

El procedimiento empleado por la redacción de la revista consistió en que uno preguntase y el otro respondiese, alternando los turnos.  Como se designó que las primeras interrogantes  partieran desde el lado de Eco, este consideró necesario, antes de preguntar, plantear algunas premisas de su reflexión. Entre otras, la siguiente:

“Cuando una autoridad religiosa cualquiera, se pronuncia sobre problemas que conciernen a los principios de la ética natural, los laicos deben reconocerle ese derecho; pueden o no estar de acuerdo con su posición, pero no tienen razón alguna para negarle el derecho a expresarla, incluso si se manifiesta como crítica al modo de vivir de los no creyentes. El único caso en el que se justifica la reacción de los laicos es si una confesión tiende a imponer a los no creyentes (o a los creyentes de otra fe) comportamientos que las leyes del Estado o de la otra religión prohíben, o a prohibir otros que, por el contrario, las leyes del Estado o de la otra religión consienten […]

Los laicos no tienen derecho a criticar el modo de vivir de un creyente salvo en el caso, como siempre, de que vaya contra las leyes del Estado (por ejemplo, la negativa a que a los hijos enfermos se les practiquen transfusiones de sangre) o se oponga a los derechos de quien profesa una fe distinta.

El punto de vista de una confesión religiosa se expresa siempre a través de la propuesta de un modo de vida que se considera óptimo, mientras que desde el punto de vista laico debería considerarse óptimo cualquier modo de vida que sea consecuencia de una libre elección, siempre que esta no impida las elecciones de los demás” (pp. 52-3).

Cuestión basal del debate fue la siguiente interrogante (planteada por el príncipe de la Iglesia): ¿Cuál es el fundamento último de la ética para un laico?  

Los creyentes basan la certeza y el imperativo de su accionar moral remitiéndose a principios metafísicos, a valores trascendentes, a un Absoluto divino.  ¿En qué afirman y profesan sus principios morales y su conducta ética quienes no reconocen un Dios personal?

La respuesta de Eco consistió en una lección de humanismo laicista: 

“La dimensión ética comienza cuando entran en escena los demás  […]  Son los demás, es su mirada, lo que nos define y nos conforma. Nosotros (de la misma forma que no somos capaces de vivir sin comer ni dormir) no somos capaces de comprender quiénes somos sin la mirada y la respuesta de los demás.  Hasta quien mata, estupra, roba o tiraniza lo hace en momentos excepcionales, porque durante el resto de su vida mendiga de sus semejantes aprobación, amor, respeto, elogio.  E incluso de quienes humilla pretende el reconocimiento del miedo y la sumisión. Corre el riesgo de morir o enloquecer quien viviera en una comunidad en la que todos hubieran decidido no mirarle nunca y comportarse como si no existiera. ¿Cómo es que entonces hay o ha habido culturas que aprueban las masacres, el canibalismo, la humillación de los cuerpos ajenos?

Sencillamente porque en ellas se restringe el concepto de “los demás” a la comunidad tribal (o a la etnia) y se considera a los “bárbaros” como seres inhumanos.  Ni siquiera los cruzados sentían a los infieles como un prójimo al que amar excesivamente; y es que el reconocimiento del papel de los demás, la necesidad de respetar en ellos esas exigencias que consideramos irrenunciables para nosotros, es el producto de un crecimiento milenario  […]  Lo que usted me pregunta, sin embargo, es si esta conciencia de la importancia de los demás es suficiente para proporcionarme una base absoluta, unos cimientos inmutables para un comportamiento ético.  Bastaría con que le respondiera que lo que usted define como fundamentos absolutos no impide a muchos creyentes pecar sabiendo que pecan, y la discusión terminaría ahí, la tentación del mal está presente incluso en quien posee una noción fundada y revelada del bien  […]   He intentado basar los principios de una ética laica en un hecho natural  (y, como tal, para usted resultado también de un proyecto divino) como nuestra corporalidad y la idea de que sabemos instintivamente que poseemos un alma (o algo que hace las veces de ella) solo en virtud de la presencia ajena.

Por lo que se deduce que lo que he definido como ética laica es el fondo una ética natural, que tampoco el creyente desconoce. El instinto natural, llevado a su justa maduración y autoconsciencia, ¿no es un fundamento que dé garantías suficientes?  Claro, se puede pensar que no supone un estímulo suficiente para la virtud: total, puede decir el no creyente, nadie sabrá el mal que secretamente estoy haciendo. Pero adviértase que el no creyente considera que nadie le observa desde lo alto y sabe por lo tanto también  –precisamente por ello–  que no hay nadie que pueda perdonarlo. Si es consciente de haber obrado mal, su soledad no tendrá límites y su muerte será desesperada.  Intentará más bien, más aún que el creyente, la purificación de la confesión pública, pedirá el perdón de los demás.  Esto lo sabe en lo más íntimo de sus entretelas, y por lo tanto sabe que deberá perdonar por anticipado a los demás. De otro modo, ¿cómo podría explicarse que el remordimiento sea un sentimiento advertido también por los no creyentes?”  (pp.  96 – 102).