
El Dios mortal de la Modernidad
Nos proponemos recuperar la filosofía política de Thomas Hobbes considerando que el aspecto religioso de esta propuesta no obedece simplemente a un contexto histórico, a saber, las luchas religiosas, sino como un núcleo central de su teoría, sin el cual ésta se despotencializa hasta el punto de perder su identidad.
Para ello, esbozaremos a continuación lo que actualmente se denomina la querella en torno a la secularización, lo cual nos permitirá mostrar, por un lado, que el supuesto paso del Medioevo a la Modernidad no es –por lo menos- tan claro como los modernos lo consideraron y que una gran franja de comentadores y pensadores insiste, y, por otro, explicitar nuestra adherencia a una posición en tal debate para a partir de allí leer los textos del de Malmesbury.
La querella en torno a la secularización.
Desde que Max Weber, a principios del siglo XX, lanzara en sus escritos sobre sociología de la religión que la “auri sacra fames es tan antigua como la historia de la humanidad” y que por eso los orígenes del capitalismo hay que buscarlo en un ethos del trabajo obtenido desde patrones religiosos y no en la avidez del hombre, la secularización y con ella la relación del Medioevo con la Modernidad originaron un fértil locus para pensar desde allí la construcción de nuevas teorías en muchos pensadores subsiguientes.
Según el sociólogo alemán, “el ascetismo intramundano del protestantismo […] actuaba con la máxima pujanza contra el goce despreocupado de la riqueza y estrangulaba el consumo, singularmente el de artículos de lujo; pero, en cambio, en sus efectos psicológicos, destruía todos los frenos que la ética tradicional ponía a la aspiración del trabajo, rompía las cadenas del afán de lucro desde el momento que no sólo lo legalizaba, sino que lo consideraba como precepto divino.” .
A partir de allí, Carl Schmitt en 1922 con su ensayo “Politische Theologie. Vier Kapitel zur Lehre von der Souveränität”, sostendrá que son los conceptos claves de la política los que están secularizados y por ello la estructura teológica deber ser consultada a la hora de pensar el Estado.
Emparentado con esta línea de trabajo encontramos años más tarde a Carl Löwith con su célebre “ Meaning in History” de 1949, donde afirmará que “la filosofía de la historia se origina en el cumplimiento de la fe hebrea y cristiana y que termina con la secularización de su patrón escatológico” .
Desde este punto de vista, es la filosofía de la historia moderna la que ha secularizado la historia de la salvación, sustituyendo la providencia por el progreso. También, en este debate, hallamos pensadores que, si bien aceptan la secularización, ven en ella una liberación de lo sacro y no una realización de esto, como sí lo hacen los anteriores.
Un representante de esta corriente puede ser claramente el actual comentador francés de la obra de Hobbes, Charles Yves Zarka (2008), quien en su “Para una crítica de toda teología política”, texto antischmittiano par excellence, quiere “expulsar lo sagrado de lo político, devolver lo político a su propia dimensión, es decir, a su relatividad, su historicidad y su precariedad” .
Este autor defiende la tesis que “en la época moderna el esfuerzo para liberarse de la teología política nunca ha podido realizarse plenamente.” Así, la modernidad debe liberarse del lastre religioso que le impide pensar lo político desde su propia esfera, pero no de la religión misma, la cual “desempeña un papel sociopolítico indispensable en la democracia, en la medida que constituye uno de los factores preponderantes para el mantenimiento del vínculo social y, como tal, sirve de contrapeso al individualismo”
Resumiendo estas ideas, Zarka sostiene que los pensadores modernos marcaron un horizonte de desacralización aún no consumado totalmente pese a sus grandes esfuerzos teóricos y que, por eso mismo, habría que consumar. Pero en la década del sesenta, la audaz posición de Hans Blumenberg (1999) con su “Die Legitimiät der Neuzeit” irrumpió negando precisamente el concepto de secularización como una categoría de “injusticia (unrecht) histórica”, es decir, una noción que distorsiona tanto la comprensión de la edad media como de la modernidad.
Para este pensador alemán, podemos hablar de secularización cuando “un determinado contenido específico se ve explicitado por otro distinto, que le precede, y de tal manera que la transformación afirmada de uno en el otro no es ni un incremento ni una aclaración, sino más bien, una enajenación de la significación y función originaria.”
El error de esto consiste en suponer una identidad substancial entre las dos eras, en vez de, como debería ser, de una identidad funcional. Así, la “secularización no puede ser descrita como una transposición de contenido auténticamente teológico, sino como sustitución de determinadas posiciones, que han quedado vacantes, por respuestas cuyas preguntas correspondientes no podían ser eliminadas”.
De esta forma, Blumenberg se opone a esta categoría para “descargar a Dios” en el mundo, bregando por la autoemancipación humana moderna que aún debe lidiar con un lenguaje teológico heredado que no la favorece. Esta tesis, que ha recibido entusiastas críticas y adhesiones, escapa ampliamente a estos esbozos presentados, pero creemos que ilustra la complejidad del debate.
Sólo quisimos mostrar, con esta modesta reconstrucción, que la secularización es un concepto que no sólo “se dice de muchas maneras” sino que hay hasta quienes lo rechazan como incorrecto. Por lo cual no queda para nada clausurada la querella, como el texto actual de Zarka lo demuestra, sino que la fertilidad que de ella emana nos invita a tomar una línea y trabajarla.
En cuanto a nuestra posición, seguiremos la línea teológica-política inaugurada por Schmitt que desarrollaremos en lo inmediato.
En su célebre escrito de 1922 ,el jurista alemán expone su tesis sin ambages de la siguiente forma: “todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados. Lo cual es cierto no sólo por razón de su desenvolvimiento histórico, en cuanto vinieron de la Teología a la teoría del Estado, convirtiéndose, por ejemplo, el Dios omnipotente en el legislador todopoderoso, sino también por razón de su estructura sistemática” .
Según esta tesis, existe una analogía entre las estructuras y los conceptos políticos con sus correspondientes teológicos que nos permite observar más claramente la política en la dinámica religiosa y viceversa.
Señala Schmitt: “La idea del moderno estado de derecho se afirmó a la par que el deísmo, con una teología y una metafísica que destierran del mundo el milagro” . Esto produjo una reacción en los escritores conservadores de la Contrarrevolución que “pudo hacer el ensayo de fortalecer ideológicamente la soberanía personal del monarca con analogías sacadas de la teología teísta” .
Por supuesto que esta analogía no es total, como lo muestra ostensiblemente la ambición universal católica, con el Papa a la cabeza, en contraposición con la estructuración regional de los estados propuesta por la modernidad. Pero eso no impugna la analogía sino que muestra su carácter de tal. En función de esta tesis de Schmitt, Scattola (2008) sostiene que se puede abrir un debate sobre una “secularización positiva” o una “secularización negativa”. Teología política y Catolicismo romano darían cuenta de lo primero y los textos sobre Hobbes, principalmente El Leviatán en la teoría del Estado…, o inspirados en Hobbes, El concepto de lo político, harían lo suyo con la segunda posición.
Por secularización positiva se entiende “la doctrina según la cual la teología se conserva positivamente en la política, como un resto o como el contenido de la traslación de lo sagrado a lo secular” . En cambio, en las obras sobre Hobbes, se apreciaría una “secularización por sustracción o por ausencia, según la cual lo que caracteriza a la modernidad no es la transformación de lo sagrado en lo profano, sino su eliminación […] como si Dios pudiera sobrevivir sólo desapareciendo.” .
No discutiremos si esta distinción es tan clara en los textos del jurista, como Scattola sostiene, sino solo aceptaremos la segunda versión de secularización como válida para interpretar la modernidad.
En esta segunda manera de entender la secularización, lo que se quiere enfatizar es la presencia de lo absoluto en lo mundano. Es decir, no se trata de “descargar a Dios” según palabras de Blumenberg, sino que Dios se descarga solo, pues su presencia es ineludible. Entonces, asumir que la estructura tiene esta realidad teológica es poder lidiar con ella de manera responsable. Por ello es necesario una institución representativa y visible que medie entre aquel absoluto y lo particular para que ningún grupo privado o individuo se arrogue la legitimidad de ser él el representante o, en el peor de los casos, de ser él el absoluto para llevar adelante una dominación irrefrenable.
El Dios mortal de la modernidad.
Es así entonces que el dios mortal propuesto por Thomas Hobbes cumple esta función fundamental, la de tener la capacidad de mediar entre lo absoluto y lo condicionado de manera visible y jurídica.
Para ilustrar este aspecto sustancial, analicemos las leyes de naturaleza y qué vinculo tiene el soberano y los súbditos con ellas. Cuáles son sus alcances y cuáles sus limitaciones.
Ingresemos a este tema mediante la siguiente pregunta. ¿Qué garantiza que el Leviatán no se exceda? ¿De qué modo puede estar seguro el súbdito de vivir en un orden que le dará protección?
La respuesta resulta de la misma lógica de la ley que lleva a la obediencia del súbdito, pero aplicada al Estado. Y aquí es crucial la consideración de las leyes de naturaleza como verdaderos mandatos emanados de una voluntad todopoderosa de Dios (Cfr. Martinich 1992, pp.100-135) y no como meros preceptos de razón o reglas procedimentales (Cfr. Kavka 1986 p. 362) Pues, el Estado actúa según los deberes que establecen las leyes de naturaleza, las cuáles no tendría razón para no ponerlas en práctica.
A continuación se presentan dos pasajes del capítulo XXX del Leviatán: “Sobre el deber (office) del representante soberano”.
Uno que inicia y otro que cierra este texto donde Hobbes explica por qué la autoridad máxima se ha de regir por deberes y no por sus meros deseos: El deber (office) del soberano (sea éste un monarca o una asamblea) consiste en el fin por el cual le fue confiado el poder soberano, a saber, la procuración de la seguridad del pueblo, a lo cual está obligado por ley natural y, por esto, a rendir cuenta a Dios y solamente a Él, quien es el autor de dicha ley (Hobbes 1994, XXX, 219 – EW, 3:320).
Y cada soberano tiene el mismo derecho, en procurar la seguridad de su pueblo, como cualquier hombre puede tener en la procuración de la seguridad de su propio cuerpo. Y la misma ley que dicta a los hombres fuera del gobierno civil lo que deben y lo que deben evitar con respecto a los demás, dicta del mismo modo a los Estados, es decir, a las consciencias de los príncipes soberanos y las asambleas soberanas .
En el primer pasaje se observa que el soberano debe comportarse según deberes emanados por la ley natural, por lo tanto, el reconocimiento de Dios como autoridad es fundamental. En el segundo, la ley natural se aplica del mismo modo a los soberanos como a las personas naturales fuera del Estado, por lo tanto, obliga siempre en foro interno y en condiciones aptas en foro externo.
Ahora bien, si se asume que el soberano debe guiarse por leyes de naturaleza, y que éstas sólo son aplicables cuando no se corre riesgo al hacerlo, cabe preguntarse: ¿Por qué el Estado-Leviatán no debería actuar guiado por las leyes de naturaleza? ¿Acaso no es éste el que tiene que generar las condiciones para su aplicación? Y si el Estado soberano es el que prodiga la paz, ¿qué riesgo corre al comportarse según ley natural? La respuesta es: ninguna.
Ahora, si el soberano no prodiga la paz, es decir, no cumple con su deber, entonces puede pasar cualquier cosa. Pero, si eso sucede, ya no estamos hablando de un Estado-Leviatán. Así, las leyes de naturaleza conjuntamente con la voluntad de Dios, que transforma una regla en mandato a ser obedecido, son los elementos fundamentales de la lógica argumentativa hobbesiana.
Esta ética estatal es la única posibilidad de salvar al Estado Leviatán de los efectos indeseados que puede provenir desde arriba. El soberano tiene a su disposición, como los demás hombres, un conjunto de leyes naturales que lo guían en su accionar político; la única (y gran) diferencia radica en que es él mismo quien debe generar las condiciones para que ellas efectivamente se cumplan.
Quien considere que tal mecanismo estatal no está en condiciones de autoregularse mediante las leyes de naturaleza, argumentará que siempre un Estado bien organizado debe contar con una moral societal o a-estatal que puede activarse y juzgar en ciertas situaciones extremas al soberano. Pero esto, a diferencia de proteger a los ciudadanos, según la teoría de Hobbes, es tan dañino como un poder despótico o, quizá aún más.
Al respecto, ha de tenerse presente el tratamiento que se le da en el Leviatán a la posibilidad de que sean los gobernados quienes tengan la facultad de juzgar, limitar y –en caso extremo- derrocar de manera legítima al soberano.
Por un lado, la posibilidad de apelar a un conjunto de normas extra-estatales para juzgar al soberano habilita un proceso revolucionario que progresa al infinito. Se trata de la negación absoluta de aquello que Hobbes pretendió toda su vida, tanto desde el punto de vista conceptual como personal, puesto que si los hombres son los que juzgan, no es difícil imaginar -retrato antropológico hobbesiano mediante- un estado de permanente lucha y discordia por imponer sus juicios personales, es decir, un continuo estado de naturaleza.
Por otro lado, este control, desde abajo, no tiene el rostro de una revolución permanente – aunque a eso sea a lo que se tiende-, sino la transformación del Estado en un instrumento de las clases poderosas, corporaciones, sindicatos, estamentos, etc.
Esto provoca que este grupo para-estatal disponga del Estado como de un empleado, redireccionando el accionar público hacia sus propios intereses particulares y desentendiéndose de lo común, lo que fomenta desequilibrios o diferencias injustas y, lo más grave de todo, sin asumir por ello ningún costo político.
(Extraído de la ponencia “El Dios mortal de la Modernidad: secularización en la teoría de Thomas Hobbes”, de Andrés Di Leo Razuk ( UNLaM-UBA)